viernes, 10 de agosto de 2007

la novela y la guerra en el Perú...sintomas de la nueva literatura peruana



La novela y la guerra (I parte)
Por Miguel Gutiérrez*

Existen aspectos de la realidad, de la vida, de las pasiones humanas y de los procesos históricos y sociales que solo la novela puede revelar. Sin embargo, frente a la terrible contundencia de los sucesos que, con su carga de aporías morales y políticas, desencadenó la guerra de los ochenta y primeros años de los noventa, el novelista deberá superar serios escollos si quiere componer una ficción que no sea ni apología ni condena ni gratuito (y, a veces, degradado) entretenimiento, sino una exploración honrada, estética y humana, sobre un proceso tan desmesurado y traumatizante, que, incluso, puede exceder la capacidad de comprensión del propio novelista como individuo.
Y por ello deberá atravesar los campos minados de sus propios prejuicios, pasiones, oscuros miedos y las ataduras de sus íntimas convicciones ideológicas y políticas, hasta conseguir esa perspectiva que los grandes maestros del género novelís­tico solían alcanzar y que, en busca de esa zona de verdad que sólo la novela puede descubrir, les permitía explorar en profundidad y con la mayor libertad sobre cualquier suceso humano sin otra concesión que los imperativos formales de la ficción misma.
Escribo esto, porque aun cuando los novelistas actuales y los que aspiran a serlo han logrado un distanciamiento inicial en el tiempo medio de la historia, todavía persiste un clima de odio, de rencor, de duelo, de heridas no cerradas, todo lo cual debería ser un recordatorio para aquellos novelistas que consideran los terribles sucesos de la guerra y sus consecuencia sólo como un tema literario que no los compromete moral y humanamente.

Ocho novelas


De las treinta novelas que, según Mark R. Cox, se habrían publicado hasta el año 2000 sobre la guerra interna, sólo he leído 7, más otras 5 publicadas después de esa fecha, además de tres manuscritos que me fueron enviados y que todavía permanecen inéditos. De este conjunto, por razones no exclusivamente literarias, me ocuparé en este trabajo de 8 de ellas: Adiós, Ayacucho, novela corta de Julio Ortega, Lituma en los Andes, de Mario Vargas Llosa, Rosa Cuchillo, de Oscar Colchado, Un beso de invierno, novela corta de José de Piérola, Retablo, de Julián Pérez, La hora azul, de Alonso Cueto, Abril rojo, de Santiago Roncagliolo, y Guerra a la luz de las velas, nouvelle de Daniel Alarcón, pero empezaré con dos textos que en cierta medida pueden considerarse marginales. Antes debo aclarar que existen otras novelas que con toda justicia merecerían comentarse, como El Gran Señor, del destacado narrador cuzque­ño Enrique Rosas Paravicino, El cazador ausente, novela de Alfredo Pita que obtuvo un reconocimiento internacional, o La cacería, del joven narrador Gabriel Ruiz-Ortega que transcurre en los últimos meses del fujimorato. Pero en el caso de la novela de Rosas Paravicino, ya me ocupé de ella con cierto deteni­miento en otro libro mío; en cuanto a la novela de Pita, interesante ficción concebida según los cánones de las novelas de espías, si bien la acción se extiende al período de la guerra de los años ochenta, el corazón de la historia nos remite en realidad a un suceso que ocurrió en la época de la guerrilla de los años 60; por último, no he tenido tiempo para leer por segunda vez (según es mi costumbre) el texto de Ruiz-Ortega, cosa que haré seguramente cuando se publiquen los dos tomos restantes que, tengo entendido, conforman una trilogía sobre la violencia en la era del fujimontesinismo.

NOVELAS MARGINALES


Según sé, existen relatos y novelas escritas desde las cárceles o desde posiciones abiertamente situadas que permanecen inéditas o han circulado en forma de manuscritos o en ediciones artesanales muy precarias. Una de ellas la leí en manuscrito hace unos 2 ó 3 años, con el título provisional de Ciudad enferma. Veinte años de vida en diez minutos, cuyo autor es el joven narrador (biólogo de profesión) Rafael Inocente y sé que hasta el momento no ha sido publicada, pues, según me reveló el propio Inocente, iba a someter el texto a un trabajo de revisión minuciosa. La novela es la autobiografía picaresca de Orlando Zapata, "un pata" que acusado sin prueba alguna de complicidad con el terrorismo fue sentenciado a veinte años de cárcel por un tribunal militar de encapuchados. Sin embargo, por buena conducta sale libre diez años antes de cumplir la condena y entonces, según la tradición de la novela picaresca, Zapata hace un recuento de su vida desde sus orígenes familiares hasta el momento en que fue detenido por efectivos de la DINCOTE; de toda esta trayectoria vital, los períodos más intensos y ricos en sucesos son los años que van de su ingreso a la Universidad Agraria y su ruptura con la vida universitaria influido por el clima de guerra que imperaba. Como corresponde al subgénero, el narrador emplea un lenguaje cotidiano, callejero y el tono es irreverente, contestatario, sarcástico y cargado de furia, y si bien Zapata admite haber madurado en la prisión, esta no ha doblegado su espíritu de rebeldía y su filiación clasista, lo cual, por cierto, le impone al autor algunos problemas formales que deberá resolver. No puedo entrar en pormenores de las aventuras de Zapata (y del co-protagonista de la historia, Sebastián Estoico) pero quisiera destacar dos aspectos de la novela. Como no había ocurrido en la narrativa peruana desde la época de Congrains, los personajes de Rafael Inocente (como lo hace también con un notable nivel artístico Daniel Alarcón) pertenecen a los sectores pobres de la sociedad peruana, han nacido de padres migrantes andinos y viven en los asientos humanos y, sin idealizarlos, están representados con toda dignidad humana. Las mujeres –por ejemplo, Lucía, Julia, Sofía– no tienen la belleza rubia de las Baby Schiafino pero tienen otra belleza, física y moral, pese a las heridas recibidas. El otro aspecto que merece destacarse en Ciudad enferma es el conocimiento verdaderamente excepcional de la Lima andina que tiene Inocente. Y así, con el trasfondo de los años más violentos de la guerra senderista, el lector recorre los barrios obreros, los pueblos jóvenes y los asientos humanos de pobreza extrema, pero también las calles y plazas y barrios tradicionales de la Lima colonial. En el siglo XX la novela picaresca tuvo un nuevo renacimiento a partir de los libros memorables de Céline Viaje al fondo de la noche y Muerte a crédito, y continuó de manera espléndida y personal con las novelas del primer Günter Grass y el Saúl Bellow de la serie de novelas que siguieron a La aventuras de Augie March. En los últimos años en Latinoamé­rica he leído a dos autores que pueden adscribirse a la tradición picaresca. Uno de manera plena es el cubano Pedro Juan Gutiérrez en novelas como El rey de La Habana, y el otro (pero con tonos beckettianos y de Jean Genet), el colombiano Fernando Vallejo, autor de La virgen de los sicarios y de novelas "malditas" como El desbarrancadero. De modo que Rafael Inocente cuenta con una buena tradición a la que puede ceñirse, pero para ello tendrá que matizar la furia con el humor y la ironía y fusionar lo panfletario con lo poético.
Publicada por su propio autor en una edición artesanal de tiraje limitado, Incendiar la ciudad, de Julio Durán, es una novela que se desarrolla entre los meses que precedieron el autogolpe de Fujimori y se prolonga hasta 2 ó 3 años después de la caída del líder máximo de Sendero Luminoso. El escenario principal es el sector del centro de Lima, concretamente las plazas Francia y San Martín, las avenidas Wilson, Tacna y La Colmena izquierda, los fumaderos en la otra ribera del río pasando el puente Santa Rosa y las calles Camaná, Rufino Torrico, Cailloma y Quilca donde existen una serie de bares, cantinas y otros locales, como el Hueco, donde se reúne la Mancha Subterránea, un colectivo que mediante conciertos de rock duro, edición y distribución de fanzines contestatarios de corte anárquico, propaganda mural y otras actividades culturales y artísticas convoca a jóvenes de diferentes estratos sociales, en especial muchachos que provienen de barrios "clasemedieros", de barrios pauperizados, como La Victoria y Barrios Altos, más la gente de los conos, sobre todo de Villa El Salvador y Villa María del Triunfo. En este sentido (y de acuerdo a una vieja tipifica­ción), Incendiar la ciudad sería una novela de espacio, en cuyo centro está la historia de los jóvenes subterráneos que a partir del sitio llamado el Hueco crean o se proponen crear una suerte de enclave libertario, mientras sus promotores se ven asediados por la brutal represión policial y por los grupos subversivos que quieren utilizar "la movida" subte para sus propios fines políticos.
La novela, precisamente, empieza de esta manera: "Aquella noche había reunión en el Hueco. Yo había escuchado, desde que llegué a la Mancha Subte, hablar sobre las primeras reuniones en el Hueco, las realizadas en el 87 y el 88, cuando la Mancha descubrió que podía hacer de esa casita construida a medias aquel paraíso". Un poco después el narrador se pregunta: "Pero, ¿qué era la Mancha Subte o el Movimiento Subterráneo? ¿Era un grupo político secreto? ¿Un grupo cultural? ¿Una secta? ¿Una pandilla? ¿Cómo se era Subte? ¿Drogándose? ¿Emborrachándose? ¿Leyendo muchos libros?... ¿Había que ir a conciertos punk? ¿Escribir canciones con lisuras y contra el gobierno? ¿Odiar a los tombos? ¿Usar botas militares? ¿Escuchar a los Sex Pistols, Ramones, Expoited, The Clash?...". El narrador continúa con las interro­gantes y concluye con las siguientes: "¿[Era] una manera de escapar a las responsabilidades? ¿Decirse anarquistas y leer a Bakunin? ¿Odiar a Marx? ¿Odiar a Sendero Luminoso? ¿Al MRTA? ¿Ser terruco? ¿Luchar por la libertad del pueblo, contra el Estado? ¿Odiar las ideologías…? ¿Qué mierda era ser Subte? En ese entonces, ser subte lo era todo para mí, pero no podía definirlo completamente".
Sin embargo, a un nivel más profundo Incendiar la ciudad es una novela formativa y de peripecias y búsqueda existencial cuyo protagonista es el muchacho narrador que en su lucha por hallar una salida a la crisis moral, psicológica y existencial por la que atraviesa desencadena la historia. El narrador se refiere a sí mismo con dos apelativos: el de Chibolo, como lo llaman en la Mancha Subte, o el de Loco, como lo conocen en el colegio. La crisis del protagonista empieza cuando al final de la infancia y en la preadolescencia siente (sartreanamente) que se rompe el vínculo que tenía con los objetos, los cuales (como aquellos que abarrotan el desván de la abuela) le hablaban de otros mundos, de otras aventuras, de otras formas posibles de existencia. De modo que al romperse esta magia (cosa que ocurre cuando el protagonista apenas tiene 13 años), la existencia humana, representada por el entorno familiar y el mundo escolar, se le muestra en toda su vacuidad y sin sentido, mientras Lima padece las acciones terroristas más violentas, lo cual suscita la respuesta terrorista del Estado con los atroces asesinatos perpetrados por grupos paramilitares. Entonces, en este clima de guerra, y siendo casi un niño, se echa a las calles, emprendiendo grandes caminatas que le hacen sentir todo el peso de la soledad. Hasta que un día, caminando por el centro de Lima, conoce al Chusko, un vendedor de discos ambulante que le hace conocer el rock duro, sobre todo aquel rock interpretado por las bandas míticas subterráneas de Eutanasia, Leucemia y Narcosis que a mediados de los ochenta convocaron a multitudes de jóvenes y escandalizaron a medio Lima. Establecido el vínculo por la música, nace la amistad entre el narrador y el Chusko y sus amigos, quienes lo incorporan con todos sus derechos a la Mancha Subte. Cuando empieza el relato ya el Chibolo viste los espantosos atuendos punk, lo cual suscita sufrimiento y horror entre sus padres y la burla, el temor y la secreta admiración de sus compañeros de colegio.
Aunque con algunos aspectos atípicos, como en toda novela de formación, por las páginas de Incendiar la ciudad vemos desfilar a figuras como el protagonista, el o los antagonistas, el mentor, la mujer (en este caso la chica), el viaje (sobre todo bajo la forma de un deambular infatigable por calles y peligrosos rincones de Lima) y la institución (el Colectivo subte) que lo dirige todo. No puedo, por razones de espacio y por la naturaleza de este ensayo, hacer un examen textual a cada una de estas figuras. De modo que me limitaré a indicar de manera sucinta los roles que desempeñan en la novela el o los antagonistas, el mentor y la chica. Aun cuando ya se ha incorporado a la Mancha, el Chibolo se halla sumido en un mar de preguntas que todavía no tienen respuestas. En estas circunstancias, el narrador conoce a Martín, un joven de 25 años que vive en su mismo barrio. Aunque aparece como un mentor, en realidad tiene un pensamiento antagónico al del Chusko. Martín inicia al Chibolo en el conocimiento del marxismo y después de trazar un deslinde con la izquierda legal, el partido "revisionista" de Jorge del Prado, Patria Roja y con las posiciones anárquicas, Martín le revela su militancia en Sendero Luminoso. Después de exponerle la línea ideológica y política de la organización partidaria, lo lleva a la ciudad universitaria de San Marcos y lo pone en contacto con otros integrantes del partido, quienes después de un tiempo le proponen integrarlo a sus filas encargándole la misión de espiar los movimientos de la Mancha Subte para luego utilizarla para sus fines. Frente a esta agrupación, el Chibolo tiene sentimientos encontrados; admira a los militantes por la entrega de sus vidas a la causa del partido y el daño que causan al Estado opresor, mas influido por las ideas del Chusko y el espíritu que reina en el Hueco rechaza sus concepciones ideológicas, según él de carácter autoritario y reñidas con la propuesta libertaria. De ahí que no acepta la tarea que le proponen y rompe toda relación con ellos.
El verdadero mentor del protagonista es, pues, el Chusko, a quien erige como el héroe y protagonista de la historia. En un primer momento, el Chibolo admira al Chusko por ser el líder unánimemente aceptado por toda la Mancha Subte, por ser fundador de la banda roquera Incendiar, inspirador de un cierto ideario y del proyecto de irradiar el accionar del Colectivo por los barrios más pobres y popu­losos de Lima. Pero a medida que se van estrechando los lazos entre ellos, empezando por la dura biografía del Chusko –abandono de la madre, huida del hogar por incompatibilidad con el padre siendo todavía un niño, relación con el mundo delin­cuencial de la avenida Aviación como pasero de droga, hasta el inicio de una nueva vida con la puesta de un negocio ambulante de música juvenil frente a la universidad Federico Villarreal– esta fascinación se va convirtiendo en afecto humano, llegán­dolo a considerar como un hermano mayor y aun maestro de vida. ¿Qué enseñanza recibe el muchachito protagonista de Chusko? Sentido de la libertad, enaltecimiento del papel de la imaginación, estoicismo frente a la vida y valores como los de la lealtad, la solidaridad y el coraje, todo lo cual creará un yo ideal, un sujeto trascendental para cambiar la vida y la sociedad no tomada en abstracto sino tomando como base la sociedad peruana. A partir del pensamiento y la forma independiente de pensar del Chusko, se construye lo que vendría a ser la intriga de la novela que culminará en una balacera entre el Chusko y senderistas (los sacos, como se les conoce en el ambiente subte; y martacos a los militantes del MRTA) a los cuales pertenece Irene –jovencí­sima pintora autora del mural que da el título a la novela, Incendiar la ciudad, y amada sin esperanzas del protagonista–, quienes, a excepción al parecer de Irene, lo condenan a muerte por traidor porque se negó a convertir el Colectivo Subte en organismo de fachada para la propaganda y accionar de SL. Al final, es el Chusko quien abate a tiros a los senderistas que han dado con su escondite y llegan para ejecutarlo, y luego el Chusko, herido de bala, logra huir y refugiarse entre los fumaderos de las orillas del Rimac. Pero después de este relato más o menos heroico, el narrador pone la nota distanciadora, tan afín al existencialismo, colocando en escena el imperio del Absurdo en todo proyecto humano: el Chusko, después de sobrevivir a la terrible pesadilla nocturna, muere triste, ridícula, casi miserablemente, arrollado por una de esas combis asesinas que llenan las páginas rojas no sólo de la prensa chicha.
Muchos otros aspectos de la valiosa novela de Julio Durán merecerían destacarse. En las últimas promociones los narradores peruanos han sentido fascinación por representar el mundo de la noche limeña, incluidos los sitios marginales y subterráneos, mundos donde impera el frenesí roquero, el sexo al paso, las drogas y el homosexualismo. Narradores que siguen los pasos de Bayly (por lo demás, muy hábil narrador) cuentan como divertimentos pequeños problemas privados, en general líos de parejas, a espaldas de los problemas del país que vivía una guerra particularmente cruel; de otro lado, los cultores del realismo sucio, que dentro de este mismo mundo de drogas y sexo, desde posiciones escépticas o nihilistas frente a todo proyecto político y humano (en general, el narrador asume el tono de escritor maldito), han mostrado, a veces con considerable eficacia, los aspectos más sórdidos e infernales de Lima. (Al margen de estas dos tendencias, en El círculo de los escritores asesinos, la muy interesante novela de Diego Trelles, puede hallarse notables descripciones de las noches bravas limeñas). En Incendiar la ciudad, el alcohol, la droga e incluso el sexo son parte del mundo subterráneo, pero todo ello no ocupa el centro de la historia ni se hace alarde de su uso (el Chibolo consume grifa y sobre todo barbitúricos), sino que son signos de la desesperación y el deseo de fundar (tomando como símbolo el poder purificador del fuego) otro mundo más humano y una existencia más auténtica basados en la solidaridad y en una justicia libertaria. Aunque la novela de Julio Durán no es del todo un acontecimiento verbal (por ejemplo, hay un exceso de reflexiones y diálogos por momentos demasiados densos, la intriga pudo trabajarse con mayor prolijidad), la considero una de las novelas más honestas y humanamente conmovedoras sobre la juventud peruana que vivió los años más crueles del tiempo de dolor y el miedo en el Perú.

DOS TESIS SOBRE EL MUNDO ANDINO


Si en la época de la guerra un viajero extranjero culto o, por lo menos, medianamente culto me hubiese pedido que le recomendara dos libros que propusieran imágenes totales pero antagónicas sobre el Perú, aunque sin olvidar la diferencia de calidades entre ambos autores, yo sin titubear habría elegido Lituma en los Andes, de Mario Vargas Llosa, y Rosa Cuchillo, de Oscar Colchado. Como ya me he ocupado con algún detenimiento de ambas novelas en mi libro Los andes en la novela peruana actual (1999) y en mi artículo "Épica y terror: un argumento de novela" (Quehacer, 132), aquí me limitaré a resumir las líneas centrales de mis planteamientos que complementaré con algunas pocas observaciones.
Con La guerra del fin del mundo, Historia de Mayta y Lituma en los Andes, Vargas Llosa compuso una trilogía novelística en la que se condena la violencia en la Historia, sustentando su tesis en un pensamiento político que fue forjando desde su ruptura con el marxismo y la revolución cubana y lo fue exponiendo a lo largo de los años en brillantes ensayos como los dedicados a Albert Camus, Isaiah Berlin o Karl Popper. Pienso que LGFM es una de las más notables novelas latinoamericanas, y habría sido nuestra Guerra y paz si hubiera representado al pueblo y a las masas insurrec­tas con el espíritu de Tolstoy, pero nuestro autor sólo vio en los seguidores de Antonio Consejeiro una masa harapienta, oscura y fanática (con personajes repulsivos como el León de Natuba o el Beatito que se alimenta de la caca de Consejeiro), sin considerar que este levantamiento era parte de la sempiterna rebelión popular contra la opresión aunque esta se haga bajo las banderas de un milenarismo, como ha ocurrido tantas veces en la Historia, como, para poner un solo ejemplo, fue el caso de las guerras campesinas en Alemania en la época de Lutero. Historia de Mayta (novela muy interesante desde otras perspectivas) constituye de una manera demasiado obvia un arreglo de cuentas con la izquierda peruana, con la que Vargas Llosa venía polemizando desde los años del llamado Caso Padilla y la invasión de los tanques soviéticos a Checoslovaquia, y su objetivo era la deslegitimación de la lucha armada como vía para trasformar el país. En cuanto a Lituma en los Andes, no es exactamente la peor de las novelas de Vargas Llosa ni tampoco una novela formalmente fallida, pero sí es el libro en que sus demonios personales, históricos e ideológico-políticos (para emplear la propia terminología del autor) se han sobrepuesto a los requerimientos de toda ficción novelística. El demonio personal que obsesiona más a Vargas Llosa (que, por supuesto, incluye la admiración, casi la fascinación que siente por él) es la figura de José María Argue­das como novelista y pensador, como he tratado de mostrarlo en mis trabajos antes mencionados. Si en más de un sentido, LA es una respuesta a Todas las sangres (las dos novelas se desarrollan en torno a una mina, en las dos hay una propuesta sobre el Perú; en el contexto de unos andes convulsionados por luchas campesinas ante la inminencia de la Reforma Agraria en TS, y en la situación de la guerra senderista que venía incendiando praderas y ciudades, en el caso LA), con La utopía arcaica Vargas Llosa enfrenta al etnólogo y el pensador, al autor de tantos textos sobre el quechua, el indigenismo, sobre danzas y folklore andinos, el traductor de Dioses y hombres de Huarochiri, el autor de ponencias, testimonios y discursos (como su intervención en el Primer Encuentro de Narradores Peruanos, La cultura: un patrimonio difícil de colonizar, No soy un aculturado) que en conjunto encierran un cuerpo de pensamiento sobre el Perú y el futuro de las sociedades andinas. ¿Cuáles fueron las fuentes de Argue­das para su arte y pensamiento aparte de conocer desde adentro la cultura quechua andina? Fue una línea de pensamiento que arranca de los cronistas postoledanos y prosigue en el siglo XX con Vallejo, Mariátegui y el pensamiento socialista, todo lo cual, pese a sus dudas y contradicciones, hacen de Arguedas un pensador nada arcaico, inmerso (tal vez de manera agónica) en las propuestas de un humanismo moderno que preserve las particularidades y riquezas de la sociedad andina. En cambio, otras fueron las fuentes del pensamiento de VLl en su contienda con Arguedas y para fundamentar (de manera monológica) su tesis que se concibió en el siglo XIX, según la cual la violencia que estremecía los Andes (en el imaginario colonial, como recuerda Larrú, los Antis de donde deriva aquel término "era asumido como lugar de behetría, ámbito de lo salvaje, del caos, de lo desconocido") era un sangriento recrudecimiento del conflicto entre Civilización y Barbarie. Como ha mostrado Said en su libro Orientalismo, todos los países imperiales y colonizadores han construido imágenes degradadas de los hombres y pueblos colonizados, es decir del Otro o los Otros, cuyo estatuto es el de seres subalternos, sin voz propia, enigmáticos e incomprensibles. Como se sabe, la construcción de este sujeto americano nativo la empezó Colón, en cuyos Diarios se registra la existencia de dos tipos de indios: los caníbales-caribeños, indomables y comedores de carne humana, y los araucos de las grandes Antillas, a quienes presenta, como recuerda Roberto Fernández Retamar en su memorable ensayo Calibán, como mansos, pacíficos, temerosos y hasta cobardes, lo cual, por cierto, no los salvó, igual que a los bravos caribeños, del exterminio por parte de los colonizadores. La producción de este homúnculo americano (como el perso­najillo del Fausto de Goethe) continuó en España a comienzos del siglo XVI con la bizantina disputa sobre si los indios tenían o no tenían alma y después ya como una política de dominación sobre las poblaciones indígenas del Perú con los cronistas toledanos con sus denuncias de las costumbres bárbaras de los Incas, como la existencia de sacrificios humanos. En el siglo XIX, en Facundo. Civilización o Barbarie (libro notable como narración, es preciso reconocerlo) y en Conflicto y armonía de las razas en América, Faustino Sarmiento, basándose en libros de los apologistas del colonialismo y de la superioridad racial europea (de corte prefascista tipo Renan), llamó "razas abyectas" a los indios de América, sostuvo "que nada será comparable con las ventajas de la extinción de las tribus salvajes", denostó a Ercilla por haber ennoblecido en su poema a Colocolo, Lautaro y Caupo­licán, de quienes dijo que no eran "más que unos indios asquerosos, a quienes habríamos hecho colgar ahora, si reapareciesen en una guerra de los araucanos contra Chile", o bien cosas como esta: "… puede ser muy injusto exterminar salvajes, sofocar civilizaciones nacientes, conquistar pueblos que están en posesión de un terreno privilegiado; pero gracias a esta injusticia, la América, en lugar de permanecer abandonada a los salvajes, incapaces del progreso, está ocupada hoy por la raza caucásica, la más perfecta, la más inteligente, la más bella y la más progresiva de los pueblos de la tierra". Otra fuente del pensamiento de Vargas Llosa en este tema fue el resurgimiento del hispanismo por obra de la Generación del 900 con Riva Agüero a la cabeza, como respuesta al planteamiento de Manuel González Prada, según el cual los indios de los Andes conformaban la base de la nación peruana, y en contienda con el indigenismo, que tomó un nuevo auge a raíz de la prédica de González Prada. Pero todas estas corrientes de pensamiento habrían permanecido aletargadas sin la coyuntura favorable a las derechas del mundo occidental con el hundimiento del mundo socialista europeo y la desaparición de la Unión Soviética y la imposición en el mundo capitalista del modelo neoliberal, una suerte de neodarwinismo despiadado en el que sólo sobreviven los más fuertes y adaptados al sistema. Con todo este bagaje, Vargas Llosa elaboró su tesis sobre las causas de la violencia en el Perú y el camino que debería seguirse para acabar con ella. Al respecto escribí: "Porque las raíces profundas de la violencia que conmocionaba al país había que buscarlas, según VLl, no en el maoísmo de SL sino en el enigma de la propia realidad andina, que con su demonología y barbarie constituye la verdadera causante, por ejemplo, de los sacrificios humanos que culminan en la novela con atroces actos de un ritual canibalesco". Por ventura, la fórmula de VLL para acabar con el atraso de las sociedades andinas difiere de la receta de Sarmiento: repobla­miento de las pampas argentinas con inmigrantes de raza caucásica previo genocidio de las razas nativas. No, lo que nuestro primer novelista propone es el desarrollo capitalista de la sociedad andina, con la transformación de los indios en medianos propietarios y en hombres libres capaces de fundar una burguesía indígena. Pero para ello los indios tendrían que renunciar a sus costumbres, su cultura, su identidad, a su propia alma, lo cual, por desgracia, implica otra forma de etnocidio. Ya he hablado en Los andes en la novela peruana actual de los aspectos formales de LA, que no se halla ni mucho menos entre las mejores ficciones de VLl (aunque unos pocos años después con La fiesta del Chivo retomó el camino de sus grandes novelas); pero aun cuando la tesis del libro es deplorable, y no está exento de episodios inauténticos y artificiosos, como los relativos a don Dionisio y la bruja Ariadna, el lector (como me sucedió a mí) no suelta el libro hasta el final, lo cual muestra el dominio de VLl del arte de la novela. Artísticamente, la parte más lograda corresponde a la serie de viñetas (como las estampas de Goya sobre la guerra) en que se describen terribles escenas de asesinatos cometidos por SL. Pero el cuadro es incompleto, pues faltan escenas de las atrocidades cometidas por las Fuerzas Armadas, como ejecuciones extrajudiciales, torturas y genocidios. Y también con estas omisiones el político avasalló al novelista.
La visión de Oscar Colchado del indio y las poblaciones indígenas procede de fuentes contrarias a las de Vargas Llosa, conocidas de manera directa o indirecta o en forma de ideas recibidas. Conjeturo que en la concepción de Colchado hay una tesis de fondo: la conquista y la dominación española truncaron de manera brutal el desarrollo de civilizaciones avanzadas de ese largo período histórico que Macera denominó el de la autonomía andina. Como los indigenistas de la generación de Alegría y Arguedas, tuvo en cuenta los testimonios de los cronistas indios y de los cronistas postoledanos como Garcilaso y la obra única en su género de Guamán Poma de Ayala. Basadre sostuvo que el indigenismo peruano e hispanoamericano se vio apuntalado por el movimiento europeo que a partir de Montaigne propuso imágenes positivas de los indios y que culminó con la obra de Rousseau. Todo este movimiento tuvo vasta repercusión en el pensamiento y la política y no es improbable que Colchado lo haya conocido. (En la dialéctica de amo-esclavo, es decir en la relación entre el colonizador y el colono, hay dos extraordinarias obras de la literatura universal que exponen dos modelos de comportamiento que no resisto la tentación de aludir a ellas. La primera es La tempestad de Shakeaspeare –que se inspiró en el ensayo de Montaigne "De los caníbales"– en la que este con las palabras caribe / caníbal creó el anagrama Calibán, antiguo rey de la isla, a quien Próspero a base de engaños lo despojó del reino y lo convirtió en esclavo; sin embargo Calibán conserva su espíritu indomable. En un memorable pasaje, en que Próspero se jacta de haberle enseñado a hablar, Calibán le responde: "¡Me habéis enseñado a hablar, y el provecho que me ha reportado es saber cómo maldecir! ¡Que caiga sobre vos la roja peste, por haberme inculcado vuestro lenguaje!". La otra forma de conducta se expone en la maravillosa novela Robinson Crusoe –"profecía del imperio" lo llamó Joyce– en que se destaca el rol civilizador del amo y la sumisión agradecida del siervo Viernes). Fuentes más cercanas fueron González Prada (entre otras cosas escribió: "todo blanco es más o menos un Pizarro, un Valverde, o un Areche"), Vallejo ("¡Indio antes del hombre y después de él!") y el pensamiento de Mariátegui y el marxismo que exaltaron el colectivismo agrario de los antiguos peruanos y el aporte de la antropología andina de la última mitad del siglo XX. A esto hay que agregar, la tradición de luchas de las poblaciones indígenas desde el Taky Onkoy, Túpac Amaru y Atusparia, y por último su vivencia personal en los andes de Ancash.
Si en LA Vargas Llosa ha querido jugarle a Arguedas en su propio terreno, incorporando personajes míticos como lo hizo aquel con los Zorros de su última e inacabada novela, en Rosa Cuchillo Oscar Colchado ha querido ir más allá del maestro no sólo tratando de fusionar la mitología andina con la realidad empírica, sino que ha querido mostrar el mundo indígena sin intermediarios, es decir, confiriéndoles voz propia a los personajes de la historia. En general, Arguedas utiliza la primera persona –el narrador es un niño o adolescente nacido en el seno de una familia misti, pero criado por indios– o la tercera persona, en que los personajes indios, mestizos, pequeños y grandes gamonales se van definiendo por sus respectivos idiolectos. Es verdad que Eleodoro Vargas Vicuña narraba las historias desde un yo o un nosotros, pero todos los personajes de Nahuín pertenecían a pueblos y comunidades mestizas de habla hispana. Lo nuevo, entonces, es que en RC los indígenas están mostrados desde adentro (aunque el lenguaje de Colchado tiene la huella de Vargas Vicuña), de modo que los Otros lo conforman los mistis y mestizos andinos y los mestizo criollos de la costa, una humanidad degradada por haber perdido su relación con los dioses y lo mágico debido al imperio desacralizador de la razón y el racionalismo.
Rosa Cuchillo es sin duda el libro más ambicioso e imaginativo de Oscar Colchado, que lleva a un extremo el realismo mágico o maravilloso y nos introduce en el mundo del cuento de hadas o de las leyendas donde dioses y hombres conviven: Rosa Cuchillo es en realidad la diosa Cavillaca que concibió a Liborio, más o menos el héroe de la historia (ontológi­camente sería un semidiós), en su ayuntamiento con el dios montaña (¿un apu?, ¿un auki?, ¿un wamani? Pedro Orcco). Ya en otra ocasión he contado al detalle el argumento de RC. Pero, en suma, la historia que narra el libro es la situación y el destino de un pueblo de indios sorprendido por una guerra que estremece los andes y el resto del territorio nacional. Este acontecimiento desencadena una serie de eventos mediante los cuales el autor, a través de la historia de los tres personajes centrales, expone la cosmovisión de las poblaciones indígenas que habitan los andes. En realidad, es una guerra que a "los runas" les es profundamente extraña, pues los senderistas que dirigen la guerra, con su "pensamiento misti occidental", son parte también de esa "otredad" degradada opuesta al mundo indígena. Sin embargo, los dioses, a través de la experiencia de Liborio –este había sido incorporado a la fuerza por un destacamento senderista y después de morir en un combate sube al Janan Pacha– lo envían de nuevo a la tierra para que organice otra guerra: la guerra de los runas, de los naturales del mundo andino para restablecer el orden que existía antes de la llegada de extranjeros usurpadores.
Entre las varias observaciones que se le pueden hacer al libro de Oscar Colchado hay dos que son centrales y están estructu­ralmente relacionadas. La primera tiene que ver con la cosmogonía indígena que Rosa Cuchillo revelaría, y la segunda se refiere a la voz y la visión narrativa. Un análisis textual mostraría que la cosmovisión no es exclusivamente indígena, sino que es el resultado del sincre­tismo, la simbiosis y la aculturación con el pensamiento y la fe del mundo cristiano occidental. Como ha mostrado la moderna historiografía, creencias que se consideraba originales y tenían carácter pan andino –por ejemplo, la noción de Viracocha como el dios creador andino– fueron obra de doctrineros y de órdenes religiosas como los jesuitas. La estructura trinitaria del trasmundo andino proviene del cristianismo y de Dante y el Janan Pacha, el cielo andino se parece al Olimpo homérico en el que los dioses intervenían en los asuntos y las pasiones humanas, mientras que el viaje de Rosa Cuchillo hacia el Janan Pacha para recuperar su condición de diosa se hace por una confusa geografía que parece provenir de una esquemática guía arqueológica. Y es que aun en los rincones más apartados del orbe ya no existen pueblos racial y étnicamente puros, lo cual no quiere decir que no posean particularidades y características propias. Por otro lado, si bien las voces narrativas se atribuyen a personajes indígenas, varios indicios nos remiten a la presencia de un autor oculto (un mestizo letrado, conocedor de la literatura occidental) que es el verdadero responsable de los discursos narrativos, en especial de ese "tú" que desde la muerte habla a la conciencia de Liborio y propone "el mensaje" de la novela.
De modo que, si volviendo a la propuesta inicial de este apartado, un lector extranjero leyera LA y RC se encontrará con dos tesis distintas sobre las raíces de la guerra interna que supone la existencia de dos universos, opuestos y antagónicos (no por cuestiones de clases sino de razas), de carácter fundamentalista. Las dos tesis difieren de la concepción arguediana, que en relación al problema agrario proponía la fusión del latifundio con las comunidades indígenas, mientras el Perú, signado por la heterogeneidad social y cultural, estaba conformado por distintas patrias, a las cuales había que vivirlas intensamente. Tanto las tesis de Vargas Llosa y Oscar Colchado presuponen la desaparición del mundo contrario; el autor de LA mediante el desarrollo capitalista de las poblaciones indígenas y RC mediante una restauración del mundo antiguo, no una revolución sino el desencadenamiento de un nuevo "pachacuti" ("…Una vez los naturales en el gobierno –dice Liborio–, rescataríamos también nuestras costumbres, nuestro idioma, nuestra Pachamama, a los jirkas, al dios Rayo y, quién sabe, al dios Sol"), lo cual sí implica una utopía arcaica y el desencadenamiento de la más irracional de la guerras, las guerras raciales.

LO CARNAVALESCO EN ADIÓS, AYACUCHO


Hasta donde he podido averiguar, Adiós, Ayacucho (1986) de Julio Ortega fue la primera novela (novela corta) que se publicó en el Perú en relación a la guerra senderista y la lucha antisubversiva durante el segundo gobierno de Fernando Belaúnde Terry. La primera frase con que empieza el relato, "Vine a Lima a recobrar mi cadáver", con su deliberado pero engañoso tono rulfiano (recuérdese el famoso comienzo de Pedro Páramo), introduce al lector en un territorio imaginario no regido por el principio de la verosimilitud basado en la mímesis. Y, como se comprobará líneas después, tampoco se trata de una novela concebida según la ya fatigante corriente del realismo mágico. Pienso que cualquier narrador consciente de su oficio se habrá hecho la pregunta de si frente a un acontecimiento tan desmesurado en horrores como fue la guerra interna, el realismo, en sus formas convencionales, puede ser el mejor método o el más eficaz para su representación artística. En cualquier forma, Julio Ortega eligió otro camino casi nunca transitado (por lo menos con decorosa competencia) en la narrativa peruana, pero con una larga tradición en la novela occidental. Bajtin, refiriéndose a Gogol (y mientras leía la nouvelle de Ortega recordé después de muchísimos años el maravilloso cuento "La nariz" del gran escritor ruso), caracterizó su arte como de realismo grotesco, cuyas notas centrales son la hipérbole, la imposibilidad empírica del suceso narrado, el empleo del disparate, del elogio y la injuria y, sobre todo, la unión orgánica de lo no serio con lo serio, de lo cómico con lo terrible. Y Julio Ortega (creo yo que con resultado estéticamente logrado) se arriesgó por este camino para contar, entre otras cosas, una historia simbólica que alude a los muertos y desaparecidos de la guerra, a los cadáveres mutilados, a los muertos vivientes que según la creencia popular errarán por el mundo mientras no sean sepultados por sus seres queridos.
Adiós, Ayacucho cuenta la odisea grotesca, cómica, carnavalesca, de Ángel Cánepa, un dirigente campesino de Quinua que tras ser acusado falsamente por la policía de terrorista, es asesinado, su cadáver es mutilado y una parte del mismo es enterrada clandestinamente, mientras envían a Lima, sede del gobierno, sus huesos restantes. Aunque mutilado (le faltan una pierna, un brazo, un ojo…) Cánepa no pierde su identidad, logra escapar de su entierro y empleando los más diversos vehículos emprende el viaje a la capital donde, con su figura imposible, esperpéntica (en un pasaje se le describe "como uno de esos Cristos horrorosos" de los artesanos indios), pretenderá entregar (como un Guamán Poma redivivo) una carta a Belaúnde reclamando sus huesos. La serie de aventuras estrafalarias, lucianescas, que le ocurren al cadáver viviente mientras atraviesa la zona de emergencia, confieren a la historia su verdadero sentido: se trata de una definición en tono cómico del Perú –que implica una indagación sobre las causas de la guerra interna– y de una reedición mestiza y delirante del mito de Incarrí. Ya en Lima –donde le pasan nuevas y absurdas aventuras–, el cadáver de Cánepa, previa masacre de la policía durante un mitin, logra alcanzarle su carta reclamo a Belaúnde, pero este no la lee y la pierde en el tumulto. Guiado, entonces, por el Petiso, un vivaz niño de la calle, entra a la Catedral y al descubrir el catafalco donde reposan los probablemente falsos huesos de Pizarro, Cánepa sabe que ¡al fin! ha encontrado la tumba donde hallarán reposo sus huesos. De modo que abre la urna, saca la calavera y otros huesos de Pizarro y completa con sus propios huesos el cadáver apócrifo.

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