Al parecer, la escena literaria limeña de mediados de los sesenta no estaba preparada para su primera obra considerable, Las constelaciones (1965), un libro en el que el humor y lo ordinario son tan poetizables como los llamados temas trascendentes. Las constelaciones fue derrotado en el premio El poeta joven del Perú por un libro de Winston Orrillo. Y cuando por fin se publicó, Antonio Cisneros y Francisco Bendezú escribieron reseñas duras, que no calibraban los méritos de un proyecto que, visto a la distancia, estaba empezando a ensanchar los parámetros de la poesía peruana.
Al parecer, Hernández acusó recibo y terminó de alejarse de la institución literaria. Poco a poco fue enfocándose en la construcción de una obra extrema, desde su estructura -abierta, continua, aparentemente desprolija- hasta su distribución, llevada a cabo de mano en mano, en bellas copias ológrafas. A partir de entonces fue generándose un mito que ha ido creciendo como una bola de nieve. Quizá por eso sea tan pertinente la aparición de La armonía de H, de Rafael Romero, una biografía que atraviesa la leyenda y encuentra su núcleo en el contraste de una vasta serie de testimonios.
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En La armonía de H descubrimos que el poeta se movía entre la timidez y la osadía, y que desarrolló su intuición artística desde la infancia, cuando montaba obras de teatro con sus hermanos y amigos y se autoproclamaba "director". Desde chico, sus intereses eran múltiples y variados: la química, el dibujo, la tauromaquia o la astronomía. Se dice que a los 20 años ya podía leer los cielos y explicar al detalle las características de cada constelación. Pero su gran pasión fue la música. Se sabía las obras y las biografías de muchos de los grandes clásicos, y tocaba el piano y el clarinete con talento. En el libro hay una anécdota elocuente. Un Hernández agobiado, con más de treinta años ya, viaja a la selva a encontrarse con unos amigos. De pronto, una tormenta y todos corren a guarecerse. Todos salvo él, que se queda tocando el clarinete, en su pantalón de piyama, bajo la fuerte lluvia.
Al terreno que nunca se aproximó fue al de la política. Romero cuenta que en pleno fervor sesentero Hernández pensaba que el cambio social debía realizarse a través de la cultura. Una vez le dijo a un amigo: "Yo no sé cómo estos buscan gobernar un país, si con las justas pueden gobernarse a sí mismos. Están equivocados".
Esa capacidad para tomar distancia y ver la perspectiva, desde un ángulo insospechado, con esa especie de rebelde lucidez, recorre su obra poética como una espina dorsal. Aunque ahí, lamentablemente, quizás esté lo más flojo en el trabajo de Romero: su aproximación al legado artístico de Hernández es a veces tópica, redundante, simplificadora. ¿No hubiera sido mejor centrarse únicamente en la biografía? De cualquier modo, el escollo no es tan grande como para arruinar la lectura. Y el libro, gracias a su voracidad por escrutar cada paso del poeta, termina siendo emocionante y perturbador.
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Leyendo La armonía de H confirmamos que a Luis Hernández le gustaba dejar un halo brillante de misterio a su paso: su vida cotidiana está plagada de gestos memorables, ocurrentes, bellos. También nobles. Como detener el auto y dejar una cartulina iluminada por dibujos a plumón y poemas en medio de la pista. O las tantas veces que atendía gratis en su consultorio (porque también era médico y psicólogo). La crisis que pudo haberlo conducido a la muerte también está narrada con claridad en el libro, y se descartan las hipótesis más o menos descabelladas que hablan de algún tipo de conspiración política.
"Yo no tengo que morirme para que mi obra sea grande", le dijo una vez Hernández a Quique Wangeman. "Yo sé lo que he escrito. Artistas como yo aparecen uno cada varias generaciones, así como ocurrió con Mozart". La armonía de H es el seguimiento de una de las posibles vidas de Luis Hernández. Pero si recordamos la complejidad de su carácter, sus profundas contradicciones, quizá no nos sea difícil deducir que se podrían escribir tres o cuatro biografías más, distintas, incluso antagónicas. Y, he ahí lo fantástico, que todas podrían seguir siendo ciertas.